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¿Qué se toman los cubanos en serio?
La pregunta que da título a este artículo me surgió en una guagua repleta (P 11, con destino a Alamar), que desde la calle Prado intentaba acceder al túnel de la bahía, bloqueado por un repentino embotellamiento. La gente rezongaba; el forzado estatismo del vehículo volvía el aire irrespirable.
En la fila de carros (autos, camiones, metrobuses), y a pesar de lo resbaloso del pavimento por la reciente lluvia, algunos conductores se disputaban el paso.
Nuestro chofer maniobraba con acierto aquel reptil (era un ómnibus articulado), pero varios pasajeros insistían en que se dejaba "meter el pie", le daban insolentes instrucciones y hasta una voz femenina le gritó: "¡Levántate pa' que otro coja el timón porque tú no sabes manejar…!".
Pensé en el estrés que estaría experimentando aquel hombre, en cuyas manos estaba la seguridad de todos nosotros. Sin poder contenerme, grité a mi vez que eran unos irresponsables añadiéndole más tensión al chofer, que cuando se produjera un accidente ellos serían los primeros en lamentarse. Una parte de los pasajeros me apoyó, el público se dividió en dos bandos; las voces de burla fueron debilitándose.
Por fin logramos entrar al túnel, tenía una senda restringida, y pronto vimos la causa: un accidente. A juzgar por los daños de ambos autos, debió haber heridos o muertos.
Una señora frente a mí, denotaba nerviosismo. Me dijo que la gente era muy inconsciente, que si el chofer reaccionaba con violencia a las provocaciones, todos pagaríamos las consecuencias.
"Por eso es que ya no quiero ni salir", concluyó.
Esta vez la balanza de algún modo se había inclinado hacia la lógica, pero por lo que he visto en lugares concurridos (y especialmente en las guaguas), bajo la perenne abulia hay una reverberación latente: cualquiera puede ser, involuntariamente, el blanco de un violento choteo. Basta con que llame la atención lo suficiente.
Recuerdo que una vez le tocó a un pasajero vestido de verde olivo, al que un grupo de jóvenes que venía de la playa, cuando este los requirió por golpear sin razón la puerta trasera, le gritaron terribles vejaciones. Y para rematar le preguntaban con sorna: "¿A ver, dónde está tú pistola? ¡Tú ere' un infeliz, un comemierda, tú no me va a hacer na'!". El hombre palidecía por la humillación pero defenderse por la fuerza era inútil: un solo gesto y todo el grupo le caería encima.
La frustración y la pérdida de valores se canalizan no solo en oposición al orden, sino en una atroz insolidaridad.
La peor demostración de esta tendencia la experimenté un día a la entrada de la calle Obispo, donde una multitud se había aglomerado frente a un edificio. Esa vez el objeto de curiosidad era una señora sentada en el inclinado alero en el último piso, amenazando con suicidarse. Del otro lado del tejado, un bombero intentaba llegar adonde ella estaba.
Abajo, y alrededor de mí, la gente se reía, algunos grababan con sus celulares, otros le gritaban: "¡Mija, acaba de tirarte, no nos hagas perder el tiempo!".
Una muchacha al lado mío le dijo a su pareja riendo: "¡Esto es mejor que la película del sábado!".
Yo no podía creer lo que oía. Me fui, antes de ver el desenlace, (¿el éxito del bombero o el horrible estrépito que tal vez acallaría los chistes?), con una sensación de repugnancia y de tristeza.
Ese día tenía una cita con Gabriel Calaforra, políglota, intelectual y excelente persona. Recuerdo que le conté el incidente y él me dijo que su esposa, polaca, solía decir que los cubanos, quienes no han tenido una experiencia como la Segunda Guerra Mundial, no tienen sentido de lo trágico.
Pensé mucho en ese detalle, pero esa explicación todavía hoy me parece insuficiente. Si existe la memoria genética, a nosotros nos bastarían las masacres que sufrieron los indígenas o el largo calvario de los africanos que todavía se evoca tanto. Y sobre todo existe, por intuición, un sentido del horror. Y de la compasión. Hay videos que muestran cómo hasta las fieras pueden ser solidarias con especies más débiles.
Mucho se ha adjudicado la decadencia moral que padecemos en Cuba a la fragmentación y la extorsión política con la "meritocracia"; o con los performances admonitorios que han sido (que son) los mítines de repudio. Al detrimento de la educación y la cultura. A la incoherencia entre realidad y discurso, a la imposibilidad económica, a la falta de libertad de gestión, de expresión, y hasta de pensamiento. Pero nada de eso basta para desarraigar las profundas raíces de la bondad humana. Ignorar esa voz en lo profundo de la conciencia, silenciarla, atrofiarla incluso, siempre será una elección individual.
Esa postal que se vende del cubano —alegre, jaranero, capaz de reaccionar a la adversidad con chistes— cada vez tiene menos de máscara que se pone ante los turistas. Cada vez más es su propia, carnal y tangible inhumanidad.
| La Habana | 17 Ago 2014 - 9:58 am.
http://www.diariodecuba.com/cuba/1408224618_9995.html