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Los fusilamientos en Cuba: el terror como política de Estado


La pena de muerte se encuentra contemplada en las constituciones de numerosos países. Es tan antigua como la misma sociedad. Aparece ya en la Ley del Talión, que establecía que el castigo debía ser proporcional al crimen cometido.

Sin embargo, no siempre ha sido utilizada atendiendo al principio de justicia retributiva. Ni tampoco para proteger a la sociedad. Ese es el caso de los regimenes totalitarios que siempre la han empleado para sembrar el terror y perpetuarse en el poder. La lista de ellos es extensa y de triste recordación: la Unión Soviética, China, Corea del Norte, Irán y Cuba. Así, en ese orden. Y solo por citar algunos.

En el caso cubano es necesario, primero, un poco de historia.

La Constitución de 1901, aunque contemplaba la aplicación de la pena de muerte, establecía en su Artículo 14 que “no podría imponerse en ningún caso por delitos de carácter político”.

La de 1940 abolía en su Artículo 25 la pena de muerte, con la sola excepción de los casos de delitos militares en circunstancias especiales.

Sin embargo, cuando triunfó la revolución, lo primero que hizo Fidel Castro fue derogar la Constitución de 1940 mediante la promulgación, el 7 de febrero de 1959, de la Ley Fundamental de la República, que ampliaba las excepciones en las que podría aplicarse la pena de muerte de manera que pudiesen ser fusilados “los miembros de las Fuerzas Armadas, de los cuerpos represivos de la Tiranía y de de los grupos auxiliares organizados por ésta”.

Apenas seis meses después, el 29 de junio de 1959, la Ley Fundamental de la República fue modificada por la Ley de Reforma Constitucional que ampliaba aun más las excepciones para incluir a las personas “culpables de delitos contrarrevolucionarios”.

Más adelante, mediante la Ley 425, se crearon nuevas figuras delictivas que, bajo la sombrilla de los llamados Delitos contra los Poderes del Estado y Delitos contra la Integridad y la Estabilidad de la Nación, permitían que fuesen consideradas como contrarrevolucionarias acciones tales como intentar abandonar el país en una lancha o sobrevolar el territorio cubano.

Es decir, cualquiera podría ser considerado enemigo de la revolución. Lo mismo un balsero que un piloto de avión. En realidad, de lo que se trataba era de aterrar a la población a través de la institucionalidad de la muerte y la legalización del asesinato político. La sangre derramada en los paredones como elemento de disuasión y sometimiento. El castigo máximo, en fin, como política de Estado.

Fueron esas tres últimas leyes las que permitieron que el número de ciudadanos cubanos fusilados ascendiera, según un informe de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, a cifras “aterradoras”.

En ese mismo informe se reportaban “638 fusilados oficialmente y 165 fusilados sin juicio previo”, que hicieron que el Che Guevara, en un discurso pronunciado en la ONU el 11 de diciembre de 1964 admitiese, desafiante, lo siguiente: “Hemos fusilado. Fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”.

Ya por esa fecha Fidel Castro había comenzado a desmantelar la democracia nacionalizando la empresa privada, cerrando los medios de prensa y aboliendo los partidos políticos. Nada era dejado al azar. El cerco a la libertad se iba cerrando poco a poco.

Cuando comenzaron las primeras conspiraciones en contra de la revolución, los fusilamientos continuaron. Ya habían sido ejecutados los militares del gobierno de Batista acusados de haber cometido crímenes. Ahora se fusilaba a estudiantes, jóvenes católicos, antiguos revolucionarios, comerciantes, obreros y campesinos que se oponían al comunismo.

Las galeras de la Fortaleza de La Cabaña se llenaban de presos y el Foso de los Laureles, donde se llevaban a cabo los fusilamientos, era regado con la sangre de los cientos de hombres que morían gritando Viva Cristo Rey.

Alberto Müller, ex preso político cubano y periodista de Radio y Televisión Martí, fue uno de los muchos que estuvieron en las celdas de los condenados a muerte esperando su ejecución. En entrevista con el Nuevo Herald, contó: “Fui capturado el 21 de abril de 1961 en la Sierra Maestra cuando fracasó, por la falta del apoyo prometido por Estados Unidos, el alzamiento del Directorio Revolucionario Estudiantil”.

Müller estuvo incomunicado durante tres meses en la galera de los condenados a muerte junto a otros jóvenes revolucionarios, entre los que se encontraba Nelson Figueras Blanco, uno de los principales dirigentes del Movimiento Revolucionario del Pueblo. “Nelson fue finalmente fusilado el 19 de septiembre de 1961” recordó Müller. “Ese día, cuando vinieron a buscarlo para ser llevado al paredón, salió de su celda con una entereza increíble”.

A Alberto Müller, en el último momento, la pena de muerte le fue conmutada por la de 30 años de prisión: “Salvé la vida gracias a las gestiones del Papa Juan XXIII y a las de los presidentes Rafael Caldera, Janio Quadros y Arturo Frondizi”.

En aquellos primeros años eran tantos los fusilamientos que la prensa americana los calificó como “un baño de sangre”. A veces eran múltiples. En una sola noche podían ser fusilados varios condenados. Como la noche del 18 de abril de 1961 en la que fueron ocho los que murieron frente al pelotón de fusilamiento. Todos estaban en la galera de los condenados a muerte de La Cabaña.

Tomás Fernández-Travieso, ex preso político cubano, escritor y profesor de español en el sistema escolar de Miami-Dade, que también había sido condenado a muerte y estaba con ellos, recuerda bien sus nombres y el orden en que fueron ejecutados: “El primero fue Carlos Rodríguez Cabo. Lo vino a buscar el sargento Moreno, que era el que daba los tiros de gracia. Cuando llamaron su nombre, con voz firme gritó: presente”.


Le siguieron Efrén Rodríguez López, Virgilio Campanería Ángel y Alberto Tapia Ruano. El quinto fue Filiberto Rodríguez, que salió cantando el himno nacional y que recibió, según pudieron escuchar todos, tres tiros de gracia. “Los fusilamientos podían escucharse tanto desde las galeras como desde las capillas. Primero se oía el ruido del motor del jeep en que trasladaban a los condenados hasta el paredón y después las voces de mando del jefe del pelotón”, recordó Fernández-Travieso.

El resto de los sancionados, Lázaro Reyes Benítez, José Calderín y Carlos Calvo, fueron ejecutados al filo de la medianoche. “Aquella misma mañana nos habían celebrado el juicio. El fiscal era Fernando Flores Ibarra, apodado ‘charco de sangre’ y el presidente del tribunal era Pelayo Fernández Rubio, al que llamaban ‘Pelayito Paredón’. La audiencia solo duró una hora. Antes de las doce del día salimos, ya condenados, hacia la capilla”, relata Fernández-Travieso, a quien en el último minuto le fue conmutada la pena de muerte por la de 30 años de prisión. “Siempre he pensado que no me fusilaron porque en aquel momento yo era menor de edad. Fui puesto en libertad 20 años después por gestiones del gobierno de Luis Herrera Campins”.

Tomás Fernández-Travieso, ex preso político cubano, escritor y profesor de español en el sistema escolar de Miami-Dade, que también había sido condenado a muerte y estaba con ellos y a quien en el último minuto le fue conmutada la pena de muerte por la de 30 años de prisión.
La pena de muerte es en la sociedad contemporánea un tema de permanente debate. Unos están en contra; otros a favor. Los argumentos de ambos grupos se balancean entre la ética y la moralidad por una parte, y las creencias religiosas y filosóficas por la otra.

Pero cuando se habla de los fusilamientos en Cuba, donde el derecho penal fue un mero instrumento de represión política, muchos piensan que esas consideraciones no tienen cabida en el debate, no solo por la falta de garantías con la que se celebraron los juicios sino también por la manera despiadada en que se ejecutaron las sentencias.

Han transcurrido más de cincuenta años de aquellos hechos, pero los miles de cubanos que estuvieron presos en La Cabaña todavía recuerdan con horror cómo en el silencio de la noche podían escuchar la orden dada a los pelotones de fusilamiento: preparen, apunten, fuego. Pero también recuerdan con orgullo cómo el grito de Viva Cristo Rey de los condenados retumbaba victorioso contra las murallas del Foso de los Laureles.