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Lo que no se dice del caballero de París


El Caballero de París no era un mendigo por los años cuarenta del siglo pasado. En 1949, cuando yo tenía diez años, lo conocí. Vivía con mis padres en el último piso de una antigua y sólida residencia situada en la esquina de Prado y Cárcel, con una maravillosa terraza que daba a la bahía habanera y donde podían verse entrar los barcos, casi al alcance de la mano.

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El Caballero de París o José María Lledín, su verdadero nombre, tampoco era un vulgar vagabundo. Era simplemente un hombre que, como vivía en una sociedad libre, se dio a respetar y se apartó de ella, para tener un mundo propio y encontrar para su vida la mejor de las aventuras: peregrinar sin miedo por las calles de la ciudad.
Cada atardecer, vi llegar desde esa terraza al Caballero de París, para sentarse en el último banco del Paseo del Prado. Luego veía llegar a mi padre, cuando regresaba de su trabajo, en el Capitolio Nacional, como secretario de un representante a la Cámara, nombrado Fernando Fernández.
Se sentaban juntos a conversar y muchas veces bajé las escaleras de mi casa y me sentaba con ellos. Conversaban durante horas, o se leían los escritos inéditos de ambos. Cuentos, poemas…
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El Caballero en los años 50 (foto archivo)
El Caballero de París era el mejor amigo de mi padre.
No lo recuerdo como el hombre raro que fue después, a pesar de su ropa negra, sus largos cabellos oscuros, su acento extranjero al hablar, y depositando a su lado, con mucho cuidado, como el mayor de sus tesoros, una pesada carga de papeles, libros y revistas y periódicos viejos.

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El Caballero de París no pedía limosnas. Si aceptaba algún dinero de quienes lo trataban, daba a cambio unos bellísimos lápices que compraba y que le servían para hacer artesanía. Les entrelazaba hilos de varios colores, donde se podía leer Cuba, José Martí o el nombre de algún niño que le pedía uno.
Yo llegué a poseer una amplia variedad de aquellos curiosos lápices que guardé durante muchos años.
En ocasiones vi cuando mi padre le ponía en sus manos algún dinero y se veían luces de un color indefinido en la mirada del Caballero, sonriendo agradecido.
El Caballero de París vertical
Estatua de El Caballero de París . Foto Tania Díaz Castro
Como había nacido en 1899, por aquellos años seguramente tendría un poco más de cuarenta años.
Mi madre no aprobaba aquella amistad. Decía que el Caballero de París no era una persona normal.
¨Pero lo es -respondía mi padre-. Quiere vivir libremente, sin jefe, sin patrones, sin obligaciones cotidianas.
-¿Y sin mujer? Preguntaba mi madre.
-Sí, sin mujer que lo mortifique.
Al cabo de tres años nos mudamos cerca de la Universidad de La Habana. La casona de Prado y Cárcel fue demolida y en su mismo lugar se levantó un elegante edificio para embajadas europeas.
Pasaron los años. Yo me sumergí ciegamente en el torbellino de la Revolución y el Caballero de París dejó de ser el que era. Ya no hacía artesanía con los lápices. El sabía que todo aquel que tuviera un negocio propio, por muy insignificante que fuera, podía ir a la cárcel como delincuente, de acuerdo a las leyes de Fidel Castro.
Entonces fue que seguramente comenzó a sentirse un mendigo. Ya no tenía nada que ofrecer como prueba de gratitud.
Muchas veces evadí saludarlo, él que siempre me reconocía. Me inspiraba lastima su aspecto triste, sucio, desaliñado, melancólico, como perdido en este mundo. Dormía donde lo cogiera la noche y mal se alimentaba, aunque le dieran una pizza cuando la pedía, en la pizzería de San Lázaro e Infanta, donde dejé de verlo por los años setenta.
Luego alguien me contó que a la fuerza lo ingresaron en Mazorra, la casa de los locos y que allí murió a los pocos años.
Hoy, el viejo amigo de mi padre ha logrado convertirse en un símbolo perpetuo de la libertad. Su figura solitaria en bronce nos hace saber, para satisfacción de aquellos que fuimos sus amigos, que nadie, por mucho poder que tenga, puede ya prohibirle su peregrinar, libre y eterno por las calles de nuestra ciudad.

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