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Los amargos bombones que enviaron a Dulce María Loynaz desde Palacio


LA HABANA, Cuba.- Ya transcurrieron, hasta este noviembre, veinticinco años desde que el jurado del Premio Cervantes hiciera saber su decisión de poner el nombre de Dulce María Loynaz en la lista de los ganadores. Desde entonces se cuenta, y con muchísima insistencia, una anécdota que prueba el humor de la poeta, pero también la desconfianza y los resquemores que le provocara el último gobierno cubano, y que ella conoció al dedillo.

Después de hacerse pública en España la decisión de los votantes, algunos de sus amigos tocaron a la puerta de su casa, en el barrio del Vedado, para felicitar personalmente a la escritora que desapareció, tras recibirlos, para volver con una cesta de bombones entre las manos. Dulce invitó a sus contertulios a que probaran aquellas golosinas que, según advirtiera, le habían llegado desde Palacio. Sin dudas ella llamaba irónicamente Palacio a aquel edificio de la otrora Plaza Cívica desde donde ese gobierno, que tomó el poder en 1959, dictaba decretos que en nada la favorecieron.

Se dice que los asistentes quedaron deslumbrados con la elegancia en la urdimbre que juntaba, entrecruzaba, cada una de las varillas de mimbre que armaron la cesta; tras el entramado se dejaba ver el discreto colorido en el envoltorio de unos bombones que, aunque cubiertos todavía, hacían babearse a cualquiera. Ante la quietud de sus visitantes, la poeta decidió conminarlos: Coman sin miedo que no están envenenados; ya los perros los probaron.

No dudo que alguien juzgue esta salida diciendo que es de mal gusto emparentar bombones con veneno, y mucho más que usara a sus perros como catadores, pero nadie podrá negar el ingenio de la escritora cuando decidió hacer esa advertencia. Según prueba el relato fue ella la primera en dudar de las bondades del regalo, y por eso implicó a sus perros; graciosa ironía en boca de una mujer que amaba a los perros, y que era hermana de Flor, quien escribió aquellos conmovedores versos a su perro Trenino.

Con esa jocosidad nos advierte Dulce que no confiaba en las buenas maneras de un gobierno que gozó tanto pretiriéndola, que la condenó al olvido de sus lectores, aunque fuera una escritora de valía, aunque fuera la hija de un patricio, de un hombre que se enfrentó a los españoles en la manigua redentora. Con su ironía nos recuerda esta mujer el poco respeto que ha dedicado este gobierno a sus artistas, sobre todo a sus escritores.

Ese gobierno, que sigue siendo el mismo, la marginó por años, privilegiando una literatura que tenía como centro la obra revolucionaria, que convirtió en canónica la narrativa que enfrentaba a héroes y bandidos, a malos que cedían ante el empuje victorioso de las huestes de heroicos hombres. La revolución se propuso, y lo consiguió, dejar fuera del juego a muchos de sus mejores escritores, y les prohibió publicar, y los llevó a las cárceles, y los puso en el exilio.

¿Cómo no dudar? ¿Por qué tendría que creer la Loynaz en la sinceridad de aquel regalo? Ella sabía muy bien que no llevaban el corazón en la mano quienes entonces le hicieron tales lisonjas, que aquellos bombones no eran más que un coqueteo, una apariencia, porque detrás del premio, de su visibilidad, se la tenían que comer con papas o sin ellas. Ella sabía bien que las autoridades culturales cubanas adoran que sean sus acólitos los mejor reconocidos, porque serán ellos los encargados de apuntalar el discurso panfletario de los jefes.

Cuando Dulce recibió aquellas golosinas que celebraban su Premio Cervantes, hacía rato que se habían pronunciado aquellas palabras a los intelectuales que exigieron sin recato el absoluto apego a la revolución, aunque antes se creyera en Dios. También, antes de su premio y de las palabras, se habían visto PM, y su censura. La hija del patricio conoció de Fuera de juego y de Los siete contra Tebas, y no debió estar ajena a los resquemores que produjo el Premio Biblioteca Breve que otorgó la editorial española Seix Barral a Tres tristes tigres de Cabrera Infante, de cada diatriba dedicada al autor.

¿Acaso no supo ella de la obligada retractación de Padilla? Dulce conoció de los halagos que recibió Neruda en Cuba, y de cada uno de los improperios que vinieron luego por unas visitas a los Estados Unidos, a Yugoeslavia y al Perú de Belaúnde Terry. ¿No era entonces prudente aceptar los bombones? ¿No era atinado compartirlos con sus fieles perros? Dulce, mujer inteligente, sabía bien lo que significaban aquellos bombones?

Dulce estaba bien clara de lo que significa para un país la literatura, la grande, la que no precisa de filiaciones políticas, la que no lleva reverencias, y cuenta, en su discurso de agradecimiento por el premio, como su padre, el general mambí Enrique Loynaz del Castillo, encontró, en un claro de la Ciénaga de Zapata, a un soldado español dormido, que usaba como almohada al gran libro de Cervantes.

El soldado, al sentirse descubierto y en peligro, sale corriendo y deja olvidado el tomo, ese que recoge el general, quien continúa la marcha hasta que, él y su tropa, pierden el mejor camino. Sentado, y esperando descubrir la mejor ruta, recorre Loynaz del Castillo las muchas páginas del libro, y ríe, ríe sin parar, tanto que uno de sus subordinados le conmina a que no deje de leer, a que no deje de reír. ¡Siga, siga riendo! ?dicen los otros?, que esa risa nos hace pensar que ya usted encontró el modo de salir de este infierno. Esa es la literatura que merece la genuflexión agradecida, la que bien reconoce los abismos.


Publicado en:https://www.cubanet.org/opiniones/los-amargos-bombones-que-enviaron-dulce-maria-loynaz-desde-palacio/

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