LA HABANA, Cuba.- Fidel Castro, como muestra de deferencia, solía cocinar espaguetis para sus invitados. El Comandante, en plan de gourmet, los preparaba, según una insólita receta, con salsa de soya, jugo de naranja y queso francés, que era su preferido.
Tal vez debido al gusto del Máximo Líder por la cocina italiana, desde los primeros años 60, los espaguetis, aunque preparados de una forma mucho menos sofisticada que la empleada por él, se impusieron en la mesa de los cubanos.
A partir de 1961, cuando arreció la escasez de alimentos, empezaron a aparecer las pizzerías. Tenían evocadores nombres italianos: Fiore, Vita Nuova, Sorrento, Buona Sera, Monte Cattini, Via Veneto, Da Rosina. En ellas, las colas crecieron en proporción directa al desabastecimiento.
Una de las primeras pizzerías que se abrieron en La Habana se llamó Cinecitta. Se hallaba próxima a la sede del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfico (ICAIC), en la esquina de las calles 12 y 23, en El Vedado. Fue una forma de halagar al director del ICAIC, Alfredo Guevara, y varios de sus allegados, que habían estudiado en Roma, y consideraban que el cine italiano, y particularmente el neo-realismo, eran lo máximo de la cinematografía mundial.
Alfredo Guevara y sus comisarios, rabiosamente antinorteamericanos, basados en razones ideológicas y ?cómo no- en el bloqueo yanqui, nos vedaron las películas de Hollywood. Por suerte, como eran intelectuales europeizantes y de gustos exquisitos, las sustituyeron no solo con las películas soviéticas, sino también con las del cine de vanguardia europeo.
Por culpa de los comisarios demoramos casi dos décadas para poder ver las películas de Arthur Penn, Roman Polansky y Alan Pakula, pero en cambio, pudimos disfrutar de la Nueva Ola francesa (Francois Truffaut, Alan Resnais, Jean-Luc Godard), y sobre todo, de las películas italianas.
Saboreamos el cine de Fellini, Antonioni y Visconti; reímos y lloramos con Alberto Sordi, Mónica Vitti y Marcello Mastroiani, y soñamos, arrobados, con Sofía Loren y Gina Lollobrígida.
Así, traída por los gustos de Fidel Castro y Alfredo Guevara, primero por la boca y luego por los ojos, nos entró la avalancha italiana, que no me negarán fue mucho más disfrutable que la soviética.
También nos entraría Italia por los oídos. En el recién estrenado Nocturno y otros programas radiales, vedados al rock anglosajón, compitiendo en popularidad con Aznavour, Raphael y Manzanero, empezaron a escucharse las baladas en español pero con acento extraterrestre de Gianni Morandi y Pino Donaggio, y los aullidos de una chica pecosa que cantaba sobre amores adolescentes, Rita Pavone.
En 1967, en el Festival de la Canción de Varadero, luego de la española Massiel, los artistas que más gustaron a los cubanos fueron dos italianos: Sergio Endrigo, con sus poéticas canciones, y Jenny Luna, con aquello de Un clavo saca a otro.
Unos años más tarde conoceríamos a Mina y a la despampanante Rafaela Carrá, en el programa de la RAI Canzonisisma, donde pudimos ver por primera vez en la TV a intérpretes anglosajones como The Bee Gees y Ike & Tina Turner.
A mi abuelo, Antonio Cino, que era italiano, de Calabria, y coleccionaba discos de ópera, no le gustaban aquellos cantantes pop compatriotas suyos, a los que llamaba los urlatores (los gritones). Tampoco le gustaban las versiones criollas de las pizzas, los espaguetis y las lasañas: murió afirmando ?seguramente con toda la razón- que en su tierra eran mucho mejores.
Ya para 1970 se había hecho costumbre despedirnos con un chao; la policía y los altos dirigentes, acompañados por sus cortesanas, rodaban en carros Alfa Romeo; los tractores en miniatura Piccolinos contribuían al desastre del Cordón de La Habana; y en los círculos intelectuales, además de comentar el cine italiano, eran de obligada lectura Pirandello, Gramsci e Italo Calvino (que por cierto, nació en Cuba, en Santiago de las Vegas).
El Periodo Especial, que acabó con la mayoría de las salas de cine, hizo que las películas italianas quedaran reducidas a ciclos en la Cinemateca. Pero no pudo acabar con las pizzas. Solo que su calidad, tanto en las pizzerías estatales como en las privadas, empeoró notablemente (en algunas de las segundas, llegaron a sustituir el queso por condones preferentemente usados). Y su precio, de un peso y veinte centavos que costaban, se quintuplicó. Aun así, seguimos comiendo pizzas con pasión napolitana y hambre sudanesa.
Desde hace más de 25 años, los espaguetis se venden racionados en la bodega, una vez al mes. Los más afortunados los pueden comprar de mejor calidad, italianos, en las tiendas en divisa convertible.
Cocinar los espaguetis como es debido se ha vuelto un lujo que pocos cubanos se pueden permitir. En un país donde el salario promedio mensual no pasa de 30 dólares, una lata de salsa Vita Nuova, que aún se produce, cuesta el equivalente de un dólar o más; el precio de una libra de queso casero, cuando aparece, no baja de 30 ó 40 pesos, amén del costo de la cebolla y el ají.
Así, los espaguetis se sazonan como se puede, casi siempre sin queso. Y a veces hasta sin salsa de tomate. Y con picadillo de soya? Me imagino qué diría mi abuelo Antonio si hubiese tenido que comérselos.
luicino2012@gmail.com
Publicado en:https://www.cubanet.org/destacados/la-invasion-italiana-cuba/
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